domingo, 13 de septiembre de 2009

* El Velorio de Don Jacinto.

Estaba de visita en la casa de un amigo, cuando apareció un paisano con cara de circunstancia.
- ¿ Que te pasa che que andas con cara de perro que a perdido al dueño? – Le preguntó Rosendo, que así se llamaba mi amigo.
- Se murió Don Jacinto…
La noticia se corrió de boca en boca a una velocidad extraordinaria. En pocos minutos todos estaban enterados en las cuatro cuadras de Ramos Mexía, pero también todos dudaban que fuera cierto.
- Se murió Don Jacinto…
- No puede ser, si ayer estuvo acá lo mas bien; si era joven, no llegaba ni a los cincuenta todavía.
Era difícil creer que Don Jacinto ya no era alma de este mundo.
Lo más trágico era que Don Jacinto había sido una especie de benefactor de la gente de Ramos y la Colonia Yaminué. Le hacía un favor a cualquiera que lo necesitara sin esperar recompensa. Prestaba pequeñas cantidades de plata sin interés, daba carne de oveja a las ancianas pobres, le compró zapatos a muchos pibes descalzos, daba remedios a muchos enfermos sin recursos. En fin, Don Jacinto tenía un gran corazón. Y mira vos como son las cosas, justamente Don Jacinto había fallecido del corazón. Un fulminante ataque cardíaco, sin previo aviso, que no dio tiempo de hacer nada por él, le arrebató la vida. Como bien dijo doña Maria Salim…
-Lo bueno… o se va… o se muere. Todos fuimos pasando de la sorpresa a la tristeza, de la tristeza a un sentimiento de desgracia, y de la desgracia a la resignación.
- Dios sabe lo que hace. - Sentenció Don Ángel Antenao.
Ahora lo único que podíamos hacer por él era acompañarlo en su velorio. Pero ir al velorio de Don Jacinto requería que todos nos pusiéramos de acuerdo y nos organizáramos, porque vivía en el campo fuera del pueblo.
Don Jacinto vivía a unos cinco kilómetros de Ramos por una picada polvorienta que conducía al Bajo.
Muchos decían que caminar de noche por esa picada era peligroso porque asustaban los malos espíritus.
Había que pasar una quebrada donde aseguraban que salía la luz mala. Por eso nos organizamos en dos grupos, los que nos iríamos a pie, y los que se irían en el camión de Antenao.
Se recomendó que nadie se fuera solo después de las seis de la tarde. Yo me anote para ir a pie, no lo conocía mucho al finado, pero no iba a dejar que mi amigo fuera solo. Y en el camión de Antenao solo irían las personas mayores, que por su edad tienen dificultades para caminar. De todos modos nos juntamos todos en la Estación del otro lado del boulevard de la ruta 23 que cruza el pueblo y empieza la picada polvorienta que nos llevaba a la casa de Don Jacinto .
El camión llegó puntual a las siete de la noche y se subieron todos los viejos. Costó trabajo subir en la cabina a doña Dominga Pallalef por su avanzada edad y las dificultades que tenía para moverse, pero entre tres hombres la subieron al camión. El resto del grupo, que éramos más de cincuenta personas, comenzamos a caminar. Cuando pasamos por el lugar donde espantaban los malos espíritus las mujeres comenzaron a rezar el rosario, luego llegamos a la quebrada donde aparecía la Luz Mala, allí hicimos un alto, nos quitamos los zapatos y las medias, nos enrollamos los pantalones y pasamos el arroyo, al otro lado repetimos la operación al revés, nos pusimos de nuevo las medias y los zapatos. Por suerte a nadie se le apareció la Luz Mala. Cuando llegamos a la casa de Don Jacinto, ya había bastante gente en su velorio.
El gran patio de tierra de la casa de campo había sido iluminado con una extensión eléctrica que tenía más de veinte focos, allí habían puesto varios bancos que habían pedido prestado en la iglesia católica y la evangélica y la gente se juntaba en grupos, sentados charlando sobre la vida del difunto.
En el alero de la casa había mas de 20 pollos colgados, recién pelados, y un capón colgado que lo habían abierto en canal, toda esa carne lista para la parrilla que seguramente pondrían a la madrugada.
En la cocina ya estaban listas varias docenas de empanadas y jarras grandes de café, amontonados en una esquina un montón de bolsas con pan de galleta y tortas fritas. Todo parecía que hasta después de muerto Don Jacinto iba a hacer su última obra benéfica, dándonos de comer a tanto hambriento que llegábamos a despedirlo. En el interior de la casa, habían quitado las cortinas de arpillera que dividían la sala de los dormitorios, con lo cual quedaba un gran salón, donde estaba el cajón que contenía el cuerpo de Don Jacinto y varios bancos ocupados todos por mujeres que rezaban el rosario, dirigidas por una rezadora profesional, contratada para esos efectos. Después de dar varias vueltas por el patio y recorrer el alero, yo me paré en la puerta desde la que se distinguía bien el cajón y las rezadoras al mirar para adentro, y una panorámica del patio al mirar para afuera. Allí estaba yo paradito, observando con curiosidad el cajón de Don Jacinto, cuando pasó algo que me heló la sangre. Comencé a ver que muy despacito se iba abriendo la tapa del cajón y una mano comenzaba a asomarse. Quería pegar un grito pero la lengua se me puso gruesa y tiesa y no emitía ningún sonido. Quise correr pero no me respondían las piernas, las tenía como congeladas o pegadas al suelo. Con horror me di cuenta que todas las rezadoras que tenían los ojos cerrados por la devoción, no se daban cuenta de lo que sucedía, miré angustiado al patio y allí todo pasaba con la normalidad de un velorio. Logré observar que al final del patio, en el alambrado que daba hacia los corrales, había una pequeña salida en forma de Y pero no me servía de nada porque no podía moverme, ni hablar de correr.
Un sudor helado y abundante me había mojado toda la camisa, el corazón me rebotaba con tanta fuerza que sentía que se me saldría por la boca.
De pronto Don Jacinto empujó con fuerza la tapa del cajón abriéndola de un solo golpe, se sentó, y ante la mirada horrorizada de todas las mujeres que con el golpe abrieron los ojos Don Jacinto exclamó
-¡¡Qué pasa acá!!.
El grito de Don Jacinto me devolvió la movilidad en las piernas y salí corriendo como loco hacia el final del patio donde había visto la salida en forma de Y. En mi carrera choqué con una vieja que servía empanadas, la que cayó de panza encima de un grupo de personas que estaban sentadas.
Una vieja me dijo
-Gringo tonto…ya andas en pedo.
Pero yo no estaba para pedir disculpas, seguí corriendo como en una carrera de obstáculos hasta que llegué a la pequeña salida. Al llegar al alambrado me sentí un poco mas seguro y miré hacia atrás. Ya en ese momento todos en el patio se habían parado y veían lo que pasaba en la entrada de la casa. Todas las mujeres se habían atorado en la puerta queriendo salir al mismo tiempo, algunas lo lograban a gatas y comenzaban a correr como condenadas dando gritos…
-¡¡Se levantó don Jacinto!! ,¡¡Se levantó don Jacinto!!.
En un primer momento, nadie en el patio sabía que pasaba, algunos se rieron y pensaron que las mujeres son cagonas y hacen escándalo de cualquier cosa. Pero cuando terminaron de salir las histéricas mujeres, detrás salió don Jacinto, quien volvió a exclamar a todo pulmón.
-¡¡Qué pasa acá!!. En ese momento hubo una locura colectiva, todos empezaron a gritar y a correr, chocaban unos con otros, muchos se caían al tropezarse con los bancos. Alguien en la carrera se enredó en la extensión eléctrica y cortó la luz. La oscuridad aumentó la confusión y los gritos. Un señor corriendo en lo oscuro chocó con el capón que estaba colgado, y ambos cayeron al suelo, el señor gritaba…
-¡¡Ay Dios mío… me agarró el muerto!!.
En la confusión le dieron vuelta a la olla de las empanadas, y varios se resbalaban y se caían reventando muchas de ellas. Los pollos pelados rodaban por el suelo y una vieja gritaba que había pisado la cabeza del muerto.
Poco a poco todos saltaron el alambrado de púas, varios pedazos de pantalones y de polleras quedaron enredados, pero a nadie le importaba.Pocos momentos después, más de doscientas cincuenta personas corríamos como almas que pierden el poncho, por aquella picada polvorienta, con el único objetivo de alejarnos de allí y llegar al pueblo. Algunos se tiraron por los jarillares y corrían por los cerros. Doña Dominga Pallalef, que con tanto esfuerzo la habían subido al camión, era la que iba corriendo adelante, y no la podíamos alcanzar, es increíble la fuerza que da la adrenalina cuando se tiene miedo. Ni nos dimos cuenta a que hora pasamos por el arroyo, ni a nadie se le ocurrió sacarse los zapatos y las medias para no mojarse. Yo corrí sin parar hasta la casa de mi amigo, a pesar de que a mis cuarenta años, hacia rato que no practicaba ningún deporte, no me sentía cansado. Toqué la puerta del zaguán del boliche con desesperación, ya que sentía que don Jacinto me arañaba la espalda. Gracias a Dios que Cristina, que era la mesera del bar de mi amigo, me abrió rápido, así pude entrar y contar lo sucedido. Al principio nadie me creía, pero poco a poco la noticia de que don Jacinto había vuelto del mas allá se comenzó a regar.
Pude dormirme después de que me tomé una gran taza de Tilo, que me prepararon para que me pasara el susto. Pero tuve pesadillas toda la noche. Al día siguiente temprano, espontáneamente se fue organizando una gran peregrinación para regresar a la casa de don Jacinto, y saber exactamente que había pasado y en que había terminado todo. Al llegar, todavía con un poco de miedo, nos encontramos a don Jacinto tomando mates, sentado tranquilo en una silla petiza de paja, recibiendo las visitas que llegaban a darle la bienvenida, por estar de regreso en el mundo de los vivos. Nos explicó con mucha paciencia que había tenido un ataque de catalepsia, que es una enfermedad por la cual la gente se muere aparentemente, pero en el fondo están vivos, y de repente vuelven a resucitar. Que él no sabía que padecía esa enfermedad, pero que ahora, ya sabedor, había hecho jurar ante Dios a su familia, que la próxima vez que se muera lo tendrían que velar durante tres días y tres noches, para asegurarse que estaba muerto de verdad y evitar la desgracia que lo fueran a enterrar vivo. Después nos contó que había devuelto el cajón a la funeraria, con el reclamo de que le devolvieran el dinero, porque él de organizado había pagado con anticipación un cofre Presidencial, pero le dieron uno que no llegaba ni al de un concejal suplente. Nos dijo además que esa tarde iría al juzgado, porque ya lo habían borrado de la lista de los vivos y lo habían anotado en la de los muertos, y era necesario reinscribirse, porque no es ninguna gracia estar naturalmente vivo y legalmente muerto.
A los pocos años volví a Ramos Mexía y todavía don Jacinto seguía vivo.Ahora ya no se que sucedió con él. Pero siempre le he deseado larga vida o buena muerte.

* Para escribir esto la consigna era “una experiencia cómica en un velorio”, obviamente esto es ficción.

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