domingo, 13 de septiembre de 2009

Capitulo VIII: MI MASCOTA.


Como escribo sin plan y a medida que los recuerdos vienen, me detengo en uno que ha quedado presente en mi memoria con una clara persistencia.
Estoy convencido que la mayoría de los cuentos fantásticos, tienen una parte real, después la habilidad y la imaginación del narrador, completan el entorno de ficción.
Mamá tubo siempre por costumbre aprovechar los últimos usos de la ropa que ya no nos quedaba, vistiendo algún chico que reuniera la condición de humilde y trabajador. Esta condición no quitaba lo agradecido, honrado y respetuoso de su deuda, aunque lo recibido no esperara recompensa.
En una oportunidad, uno de ellos, le obsequió un pollito BB, de los camperos de la época.
---Esto le manda la mamá. Y dice que muchas gracias. -dijo tímidamente el gauchito de unos diez años-
---Pero... Decile que no se hubiera molestado, y que si necesita algo, que te mande nomás.
Cuando el chico pegó la vuelta, quedo mi vieja mirando la cajita donde tiernamente piaba el pollito.
--¿Y ahora que hago con esto?.. -Pensó en voz alta-
--Yo lo cuido mami, dámelo. -Extendí los brazos para recibir en una caja de zapatos, mi primera mascota.-
Claro, como era el único ejemplar de la especie, no justificaba la construcción de un habitáculo especial. Una jaula de lechuga sirvió algún tiempo, hasta que se empezó a salir y no era grato encontrar, esparcidos en la cocina, los desechos del pollo.
A modo de solución inmediata, invertí el envase de madera, convirtiéndolo en una perfecta jaula, para contener al animal feroz, en que se estaba convirtiendo paulatinamente, mi tierna mascota.
El crecimiento natural, primero, obligaba al ave a bajar el cuello, luego, con su lomo levantaba el cajón; era común ver el compartimiento con patas de pollo, recorrer la cocina y encontrarlo donde no lo habíamos dejado.
Ante las quejas de la familia, resolví cambiar de hábitat a mi animalito.
Con un collar para perro y unos cuantos metros de cadena, me las ingenié‚ para acomodarlo al palo del tendal de ropa, en el fondo del patio.
Como recuerdo de los tiempos en la jaula de lechuga, conservó la cabeza, el cuello y el lomo, en una misma línea horizontal. Mostraba ya una apariencia feroz. Atado a la cadena, con el collar enroscado en una de sus patas, y su cuello estirado hacia adelante en amenazante postura, en mi imaginación de niño, representaba un perfecto dragón de la edad media, al que alimentaba como a un perro, con las sobras de la cocina.
Después de un tiempo, note que la pata atada, se destacaba con una mayor musculatura. Deduje acertadamente, que se debía al esfuerzo que realizaba, para arrastrar la cadena, hoy me doy cuenta, que si le hubiera alternado a la otra cada tanto, la deformación no hubiera sido tan notable.
A veces lo soltaba para jugar con él.
Le ordenaba y él se echaba, me daba la pata o me traía algún palito en el pico.
Más de un perro huyo despavorido cuando a la orden de...
---¡¡¡Ataque Rex!!!
Erizaba las plumas de su cuello, agazapándose, abría las alas y encaraba.
Daba risa ver algunos canes, con la cola entre las patas, perderse en la polvareda.
---Tranquilo Rex. -Le ordenaba suavemente y como un felino ronroneaba a mis pies.-
Allí estaba, pollificado, un verdadero Jorobado de Notre Dame, un gladiador romano, con su cuello encogido, la columna vertebral, ligeramente torcida por el cajón de lechuga, y la gran pata, que no podía coordinar, cuando sin el peso de la cadena, salía disparada hacia adelante.
Caminaba patojamente. La cadena le impedía correr.
Continuó su metamorfosis hasta ser un tremendo gallo bataráz.
Nunca pensé‚ que tener una mascota de este tipo me acarrearía tantos inconvenientes.
Debería atribuirle al modo de alimentación y trato, el magnifico exponente de la especie, en que se había convertido mi mascota.
A pesar de su eterna soledad, los naturales instintos sexuales, despertaron una tremenda fuerza acumulada, en tanto tiempo de claustro y trabajo forzado.
El patio se cerraba con un paredón de ladrillos, algo carcomidos por el salitre, en las primeras ocho o diez filas.
Del otro lado, en el fondo de la casa de Félix Pérez y Dn. Emiliano Candela, en un concurrido y variado gallinero, rompía el silencio de las madrugadas, el caudillo masculino, que era orgullo de la raza y de su dueño. A la hora de la siesta, cacareaban las gallinas que habían puesto algún huevo.
Todo este concierto excitaba sobremanera a mi "Gallinosaurio Rex", hasta que un día, un tremendo tirón impartido a la cadena, hizo ceder algún eslabón, y una vez liberado, encaró ciegamente el derruido paredón; en una nube de polvo, arrastrando varios ladrillos, cruzó el único obstáculo hasta el gallinero de mis vecinos.
Lograda la invasión territorial, se dispuso a destruir las fuerzas enemigas, encabezadas por un esbelto y seductor cantor del amanecer, quien, en sangrienta lucha cuerpo a cuerpo, perdió la vida en alas de mi mascota.
Afianzado su dominio, se dispuso a someter a todo tipo de vejaciones a las pobladoras femeninas del gallinero, causando el exterminio de varias de ellas y la mutilación de otras tantas.
Fue imposible para mis vecinos detener tanta locura desatada, tanta sangre derramada y la impotencia de saber, que no acabaría el desastre, sin mediar alguna ejecución.
Ante este panorama aterrador, Félix, corrió hasta la carnicera, para que mi viejo tomara cartas en el asunto.
Sin saber como disculparse de la tragedia y con la bronca por haber tenido que abandonar su trabajo, para ocuparse de mi gallo, mi viejo se encaminó al gallinero con toda la intención de terminar con la vida de mi mascota.
Enterado a tiempo de las intenciones de mi viejo, me colgué‚ de sus pantalones abogando por extender los días de mi animal, aunque fuera en el exilio.
En medio del corral, rodeado de heridos y una leve cortina de tierra... se recortaba la siniestra figura de Rex. El pico entreabierto, con un hilo de sangre y espuma corriendo por la comisura, los ojos rojos de insania y ebrio de violencia y degradación. Como expectante, no se movió, mientras con las manos temblorosas, con un nuevo tramo de cadena, sujeté al jorobado una vez más al poste del tendal, hasta gestionar asilo en la chacra de la tía Negra.
Atendiendo a mis súplicas, no le pudo negar refugio a la bestia.
No lo volví a ver. Con el tiempo supe que, en poco rato, se había convertido en el Atila de la zona, hasta terminar, después de varios años, en algún escabeche que diestramente preparó mi tía.

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