domingo, 13 de septiembre de 2009

Capitulo VI EL SIFON.

Seguramente la niñez de pueblo, es mucho más rica en historias y aventuras, que aquellas de la ciudad.
Los domingos mis viejos y un grupo importante de amigos, tenían por costumbre, ir a pasar el día al Sifón.
Para aquellos que no conocen, El Sifón, es un lugar donde el canal principal de riego, pasa por debajo del brazo sur del río Negro, entrando de esa forma en la isla de Choele Choel, dividiéndose después, en canales menores, hasta terminar en las acequias que riegan gran parte de la zona rural del Valle Medio del Río Negro. Es una obra muy importante, teniendo en cuenta la época en que fue construida.
Del otro lado, al canal se lo devoraba la tierra, para emerger de este lado, como un gran manantial encausado en cemento.
Era muy común ver los peces que intentaban sumergirse en ese torrente y la fuerza del agua los empujaba casi hasta la superficie.
En una pasarela que cruzaba, supongo que con los fines de realizar la limpieza de ramas, los mayores solían pasar horas tirados de panza, con algún arma apuntando la boca del canal, esperando cazar algún pez. Los aturdían y cuando el agua los sacaba a la superficie, con un medio mundo, los levantaban del otro lado de la pasarela, antes que la corriente se los llevara.
Tantas horas al sol, entretenidos con este novedoso sistema de cazar peces, a más de uno como a mi viejo, le costo el pellejo, temperatura y alguna que otra insolación.
A la hora del baño el más osado era el viejo Reverte, nos asombraba tirándose dando vueltas carnero en el aire, en plena correntada.
Para no perdernos el espectáculo, siempre alguno quedaba de guardia.
--¡¡Ahí se tira!! ¡¡Ahí se tira!! -gritaba el centinela-
Salíamos como disparados para no perdernos detalle del espectáculo.
Relojeando nuestros movimientos, más de una vez nos hizo comer algún amague. Corría hasta la orilla del canal, allí se paraba y nos miraba como diciendo... ooossooo...
Otras veces, aprovechaba nuestra distracción, y se tiraba para reírse, de nuestros gestos de desazón, por habernos perdido el triple salto mortal. Con palabras irreproducibles y golpeándonos ambos costados del cuerpo con las palmas de las manos, demostrábamos la bronca.
El viejo Reverte era el gomero del pueblo y siempre llevaba una gigantesca cámara de tractor en la que pasábamos horas jugando en un sector más profundo del río al que solo podíamos ir con los mayores. Para los más chicos el lugar ideal era “el paso”.
Allí el río permitía el paso de vehículos, que iban y venían de la zona de meseta saliendo del valle. Lugar ideal para disfrutar de las aguas claras en familia, comer un buen asadito y dormir una regia siesta a la sombra de frondosos sauces que bordeaban el río.
Un monte de olivos que se encontraba cruzando la huella y el alambrado, nos atraía a buscar nidos de torcazas y algún hornero o gorriones y los tordos, que empollan en nido ajeno.
El silencio del momento solo interrumpido por las inoportunas cotorras, nos obligaba a caminar con sigilo para poder acercarnos lo más posible.
Si el clima lo permitía, nos quedamos a cenar y después, el Pelado Carente, sacaba su bandoneón y se armaba el bailongo, el repertorio surtido pasaba por los pasos dobles, rancheras, tarantelas, balsees y el infaltable dos por cuatro.
Un domingo de estos, cuando ya estábamos juntando las cosas para regresar, un camión jaula cargado de vacas, cuando intentaba cruzar, volcó en medio del río.
En un momento de quebró la tranquilidad del lugar para convertirse en un caos de gritos y madres desesperadas por saber donde estaban sus hijos. Corridas y llantos.
Mi vieja salió corriendo, llevándome de la mano casi en el aire, haciéndome perder una hojota.
El hecho, a los ojos de mis escasos, según mi vieja, cuatro años, era dantesco.
Los animales eran arrastrados por la corriente, pero algunos habían quedado atrapados dentro de la jaula.
No olvidaré nunca el cagaso que me daba, ver a mi viejo, metido en el río, tratando de liberarlos.
Y mi vieja...
--¡¡Ten cuidado Francisco!! ¡Por favor... salí de allí...! –le rogaba angustiada-
Él no aceptaba la muerte inútil de un vacuno, aunque ni sabía de quien eran.
Esa imagen me acompaño durante años.
Poco conocedor el camionero, entro aguas abajo, cuando la experiencia indica hacerlo, siempre aguas arriba hasta la mitad, y luego, dejándose llevar en diagonal aguas abajo, llegas sin problemas al otro lado.
Cuantas cosas me enseño la vida en pocos minutos, como cruzar un río, como salvar una vaca y... como el instinto te lleva, a no medir consecuencias, ni pensar demasiado en situaciones críticas... y actuar.
Este hecho quedó en el anecdotario del lugar y nadie que no lo haya vivido puede imaginarlo, al ver tanta belleza.
Yo creo que hemos sido privilegiados, los que como yo, disfrutamos de tanta libertad, aire puro y espacios tan bonitos.
Los hijos deberían criarse en el campo, en los pueblos como Beltrán. Aunque muchos cajetillas con bolsillo de pobre no compartan esta idea y prefieran vivir en las ciudades donde el famoso "no te metas", te endurece el corazón como el cemento que te rodea.

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