domingo, 13 de septiembre de 2009

Capitulo VII: JUEGOS DE VIDA

Los espacios donde uno se mueve se agrandan con el tiempo. Lo que nos parece lejano de chicos esta a la vuelta de la esquina, cuando ya somos mayores.
Pegado a mi casa y al fondo vivía Roberto, debe haber sido mi primer amigo porque no era necesario salir a la calle para juntarnos a jugar.
Le encantaba construir casitas con los materiales que tuviera a la mano, desde cajones de frutas hasta los yuyos morenita, que abundaban en los baldíos que rodeaban a casi todas las casas.
Hoy no quedan tantos espacios en blanco alrededor de mi casa.
De un lado ya se había construido la carnicería, del otro, con el tiempo, compro mi viejo y construyo un galpón. Roberto y su familia se fueron a vivir enfrente. Un terreno bastante grande ocupaba media manzana, rodeado de tamariscos que ponían verde a mi viejo porque decía que servían para juntar mugre y le daba un mal aspecto al barrio de la carnicería. La otra media manzana, estaba pelada, salitral del bueno, ni pasto salado venia. Una huella hecha a fuerza de pie y bicicleta la cortaba en diagonal, ya que por allí, cortaban camino los del barrio Manosalva, un caserío que se veía perfectamente desde mi casa, porque no existía ninguna edificación en toda la manzana que sigue. Salvo la casa del Sargento Gonzáles y lo de Arias.
En esa media manzana aterrizaban siempre los parques de diversiones y los circos.
Yo la pegaba, porque mi viejo los dejaba sacar agua de la canilla que estaba frente a la casa y pagaban con las entradas al circo para el nene o los boletos para la calesita. Talonarios completos me daban y encima, como igual andaba gratis, me dejaban sacar la sortija que era una chaveta incrustada en una pera de madera del tamaño de un zapallo Anco y el que atendía la calesita la ofrecía a los que nos colgábamos de los parantes con una mano y con la otra intentábamos adivinar los esquives para poder meter un dedo dentro y quedarnos con la sortija que valía una vuelta gratis.
De temprano en la tarde me subía y cuando ya estaba medio cansado y un poco mareado de dar tantas vueltas, era cuando mejor se ponía, porque a la tardecita, venían los otros pibes con las mamás.
Algunas veces abusaba y lo que debería ser un entretenimiento, se tornaba un martirio, como esa vez, que no aguantaba las ganas de ir al baño y la vuelta no terminaba; probé, como hacemos tantas veces en estos casos, para ver si con dejar escapar un gas, tiramos otro rato. El gas salió acompañado y un calor húmedo empezó a correr por mi pierna, y la calesita no paraba. Juré‚ en ese momento no volver a subir. Me parecía que todos se habían dado cuenta y cuando por fin se detuvo el carrusel, disimuladamente agarre la salida y derechito sin doblar las rodillas camine hasta mi casa sintiendo como me ensuciaba hasta las medias.
Ahí no termina la historia. Como explicaba en casa que por una vueltita más... , que pensé que era un gas...no encontraba justificativo. La mejor explicación es que uno es un boludo, pero tampoco la podes usar. Así que, lo que te queda es hacer de tripas corazón y por lo menos lavar lo que tan negligentemente ensuciaste. A esta altura del relato me imagino caras de asco, pero yo pregunto.... quien no se ha cagado alguna vez.
Después pensaba, que fue desgracia con suerte, porque un rato antes había dado unas vueltas en las sillas voladoras y si me hubiera ocurrido el percance en ese momento, habría sido una verdadera catástrofe.
Mi viejo me llevaba, de cuando en cuando, a carnear algún vacuno. Le ayudaba a encerrar y después desde afuera del corral, observaba como él elegía al más gordo y lo apartaba para despenarlo de un tiro en la cabeza. Rápido con el cuchillo abría un canal en el cogote por donde un río púrpura inundaba el sector. Le pisaba la panza, al ritmo cardíaco, para que se desangrara lo mejor posible.
Yo no me perdía detalle, prendido al alambre del corral con la cara metida entre los hilos, seguía cada paso del trabajo.
Hoy, la televisión ha ocupado el lugar de maestro, que antes ejercía la vida cotidiana. Nuestros juegos se inspiraban en hechos reales y lo que, en menor escala, el cine, generalmente de vaqueros, nos mostraba.
Jugábamos a la casita, que construíamos con el material que encontrábamos a mano. Al doctor, que nos visitaba con tremendas jeringas o simplemente venia a revisar al enfermo y de paso descubríamos algo de nuestras amigas.
En general todos estos juegos representaban de alguna manera la realidad que vivíamos, la tele no intervenía, porque no existió hasta que cumpliera yo los diez años.
Algún circo que visitaba el pueblo, servía de ejemplo para ser malabaristas, domadores, nuestras mascotas se convertían en tigres y leones según fueran gatos o perros, y payasos.
En el baldío de la esquina, rodeado de tamariscos, montábamos nuestra carpa y la entrada se pagaba con algún dulce o la prestada de un juguete o hacer algún mandado por nosotros. Lo que mejor nos salía eran lo payasos, hacíamos malabares, equilibrio y todo lo demás vestidos como payasos, de manera que los errores causaran risa y no burla.
El trabajo de mi viejo, también fue motivo de inspiración para nuestros juegos y alguien hacia las veces de novillo y otro le golpeaba en la cabeza, procedía al degüello y la mecánica de apretar la panza, para mejorar el desangre.
Estábamos un día con Roberto, en el fondo del patio de casa, jugando como lo hacíamos habitualmente, cuando por sobre el paredón asomó un tal Gaviña, que era un poco más grande que nosotros, pero con algunas neuronas menos y bastante agresivo. Era normal tener alguna disputa con él. Bastó una mirada para entendernos con Roberto e invitarlo a Gaviña a participar de nuestro juego siempre y cuando estuviera dispuesto a ocupar el lugar del novillo. Aceptó de buena gana sin sospechar nuestras intenciones. Con algunos cajones dispusimos una manga, por donde en cuatro patas se desplazaba el novillo, recibiendo algunos palos para que avance hacia un extremo, donde procedí a asestarle un buen golpe con el martillo para noquear al novillo. Este cayo enterrando su nariz en la tierra. Desde la ventana de la cocina, mi vieja que seguía la acción con detenimiento, gritó mi nombre, trayéndome de golpe a la realidad de Gaviña, inmóvil en el piso y con la cabeza sangrando, con la velocidad que el miedo te impone, disparé a la calle y recién me detuve en la esquina de Don Beolchi. A media cuadra mi vieja.
--¿Que hiciste Norberto?... -Pregunto mi vieja, como buscando una explicación, a lo que habían visto sus ojos.-
--¿ Lo maté‚ mamá?... -Interrogué‚ con la voz quebrada por el cagazo, que me embargaba de los pies hasta la punta de los pelos-
Por suerte, con un poco de agua fría, reaccionó el desdichado y el tajo en la cabeza dejó de sangrar. Por un tiempo tuvimos que cuidarnos con Roberto, porque cuando se recupero Gaviña, nos amenazó bastante feo.

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