Terminaba, finalmente, mi extensa estadía en la secundaria y como nos pasa a todos en algún momento de nuestra vida, generalmente cuando rondamos los 17 o 18 años, nos encontramos de frente con el gran compromiso de elegir una profesión. Varias veces comentamos entre mis compañeros de clases, que hacer en el futuro y también cuales serian las posibilidades de cada uno. Alguien trajo la idea de hacer un test vocacional. El lugar más cercano que teníamos para hacernos el bendito test, que nos aliviaría la tarea de decidir qué carajo hacer de nuestras vidas, era el Juan XXIII en Bahía Blanca.
Y así partimos Viviana y Ricardo Álvarez, Marcelo Pilía, Marisa Barrera, Claudio Reverte y yo. Fueron dos o tres viajes y la conclusión es que lo pasamos bárbaro. Nos divertimos como locos, nos dijeron todo lo que nosotros ya sabíamos pero ahora nos habían cobrado.
En realidad, cuando elijas una profesión, toma en cuenta algunos detalles, que me animo a contarte porque en mi vida he cambiado varias y recién después de los treinta y pico, me di cuenta que, en realidad, no me gusta trabajar y no hay ninguna forma que, sin trabajar, logres otra cosa, que no sea la crítica de los que la yugan todos los días. Por más que me esfuerce en explicar que nos es fácil estar al pedo, todos me miran como para mandarme a la mierda, pero esa es la realidad, no es fácil y no hay uñas que aguanten.
Muchas veces no se tiene en cuenta, la diferencia entre la pasión y la profesión. Es decir, nos pueden apasionar las carreras de autos y los motores, pero no por eso seríamos mecánicos. Hay que buscar la felicidad en lo que se hace.
Lo ideal es que busques información sobre la carrera que deseas estudiar, que charles con uno o varios profesionales de esa rama, para que te cuenten como viene la mano y fundamentalmente, saber que es una decisión individual, antes de seguir una tradición familiar o tratar de imitar a un personaje a quien admiras.
Yo trabajaba en el campo y la chacra de mi viejo, rodeado de vacunos para cría y engorde. La tradición de carniceros de la familia, no me atraía demasiado, pero si tenía que hacer algo en mi vida, seria veterinario.
Me puse en contacto con algunos amigos que habían sido mis compañeros en las secundarias que había frecuentado y me encontré con el Negro Enriqué que estudiaba veterinaria en Tandil. Me dio una dirección donde él vivía con otros dos, pero que en el momento del curso de ingreso, no estaban, que estaría solo y que no había dramas.
Ni bien entré a la universidad, me di cuenta lo complicado que se hace a veces explicar que mi viejo había nacido en Barcelona, pero de Sicilia en Italia y no en España. Lo que me quedo claro, era que había 200 lugares, pero que los anotados para ingresar, hasta ese momento, contaban más de 600. Yo me tenía una fe bárbara, no me había llevado ninguna materia en quinto y estaba más agrandado que alpargata de boliviano. El problema era con química y biología y yo era un flamante, perito mercantil.
Averigüe por las clases de apoyo y surgió otro problema, imagínate, nosotros en el comercial éramos seis, cuando entré en semejante aula, casi me caigo de culo. Había llegado temprano, pero ya éramos como cien y para colmo, los bancos tenían un pedacito de mesa para el cuaderno, pero del lado derecho. No me quedo más remedio que rajar para el fondo y ocupar dos bancos, uno para sentarme y el otro para apoyar mi cuaderno y poder escribir con la mano izquierda. Allá a lo lejos la profesora se presento y dijo que si alguien tenía dudas trataría de atenderlas, pero que consideráramos la cantidad que concurríamos. Una forma muy cordial de avisarnos, que no respondería pelotudeces.
Como la cosa más natural del mundo, escribió en el pizarrón, Cl. Yo estaba seguro que no me había perdido nada de lo que había dicho, pero esas iníciales, no coincidían con nada que conociera. Levante la mano y atendió mi consulta. Pregunte que significaban esas iníciales. Y su respuesta fue preguntarme de que colegio venia. Yo pensé que le había interesado a la mina por ser el primero en preguntar, pero cuando le dije que venía de un comercial, dijo que bueno, que debería poner mis barbas en remojo y comprarme una tabla de los elementos, porque ese era el símbolo del cloro. Yo no le iba a explicar, que mi profesora de química había sido la Sra. Matilde de Costanzo, porque seguro no la conocía y aunque ella se esforzó, no había forma que yo me acuerde de ningún puto símbolo de la tabla de los elementos.
Volví de esa clase de apoyo y me quede más preocupado que pavo en diciembre. Pero esa mina tandilera no sabía, que cuando más me dicen que no puedo, más me emperro en demostrar lo contrario. Le metí horas silla y al final logre, no solo conocer la tabla de los elementos, sino que podía, sin problemas, leer una combinación de símbolos y nombrar a que sal correspondía.
En Tandil vivía un amigo que había sido director técnico del Deportivo Beltrán, cuando debute en la primera división y quien confió en mis habilidades, aunque tenía 15 años. Antes de empezar con las clases, lo fui a visitar y enseguida me estaba dando la ficha del club que lleva el nombre de su abuelo y el suyo propio, Antonio Santamarina. Le dije que con mucho gusto la firmaría ni bien pudiera ingresar a la universidad. Prometí volverlo a ver, en cuanto me diera el tiempo.
Fueron dos meses en que no vi la luz del sol. Entre los doscientos, estaba mi nombre. Finalmente aprobé el ingreso y podría estudiar veterinaria.
De la universidad me fui a un locutorio para comunicar la buena nueva a mis viejos, más contento que palo de gallinero -como diría mi viejo- y decirles que me quedaría un par de días para buscar un departamento. Fue entonces cuando el viejo me dijo, que además me buscara un trabajo, porque se le había hecho la noche en los negocios y las deudas duplicaban su patrimonio. Para que entiendas, mi viejo debía el doble de lo que tenía.
En cinco meses, un tal Martínez de Hoz, ministro de economía de los milicos y mi candidato al premio nobel de química, por haber transformado la plata en mierda en menos de 24hs, con no se qué puta tablita, que no era de los elementos, y una puta ley 1050, había logrado destruir, lo que mi viejo, con mucho esfuerzo, construyo en 30 años de laburo. Le dije que no se preocupe, que yo estaba saliendo para Beltrán y que si iba a trabajar, sería como lo había hecho hasta entonces y que de alguna manera saldríamos adelante.
Arme mi bolso y con él, mi sueño de ser veterinario.
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